La publicidad es la ciencia que
mueve nuestras vidas. No damos un paso que no sea dirigido por mensajes
escritos, visuales o sonoros. Creando ilusión, fabricando deseos, imponiendo
nuevas costumbres, nuevas modas, otras necesidades y otra forma de ver y vivir
la vida. Nos repiten cómo podemos ser más guapos, más felices y mejores
personas. Qué nos conviene, qué nos perjudica y qué no se lleva. Ahora no
hay nada que se venda sólo, no es válido eso de “el buen paño solo en el arca
se vende”. Se lo comerían las polillas. A las cosas se las presentan con
una bonita envoltura, se les ponen palabras de colores y música de ruidos,
aunque el envase sólo contenga humo. Y listo para estar en un mercado de deseos
e ilusiones.
Y no sólo es la publicidad de las
cosas, es la publicidad de las personas. Hemos llegado a un punto, que se hace
necesario caminar con un asesor de imagen. Un especialista que nos vaya
diciendo cómo hemos de comportarnos. Cómo vestir, cómo caminar, cómo hablar,
cómo sonreír y cual es el mejor color de los ojos. Al fin y al cabo, se trata
de vender una buena imagen. Y como toda venta, esta también está sujeta a unas
reglas publicitarias. Que dirán que somos mucho mejores de lo que en realidad
somos y mucho más inteligente de lo que aparentamos.
Se ofrecen servicios futuros. Lo
que debes hacer mañana y obviando lo que ya has hecho. Si ya te has casado,
¿para qué quieres un anuncio que diga que se celebran bodas? Es mejor uno
que diga que se gestionan divorcios. Es lo correcto y con más futuro. Esto es
vender lo que no se ha vendido todavía.
Una valla publicitaria se puede
montar en cualquier sitio. Hay mucho sitio ocupado, sin embargo, todavía queda
mucho libre. Aunque, bien pensado, libre no quedan ni los árboles. Para donde
quiera que miremos vemos carteles de milagros con precios. De artículos para
ricos, de objetos para pobres. Hasta el salón de casa llegan los anuncios
ofreciendo mejores cosas, más bonitas y más baratas. La pantalla del televisor
no para de escupir tentaciones, frustraciones y envidias. Debería de haber
anuncios para ricos y anuncios para pobres. Aunque eso sería convertir
televisión en un gueto discriminatorio. Y el talento de esos genios de la
creación publicitaría vería reducida su plantilla de admiradores. Que, por raro
que parezca, hay muchos televidentes que disfrutan con los anuncios más que con
las películas. Y eso que el tiempo que dura una cosa y otra, viene a ser poco
más o menos.
La gente ya no piensa lo que
compra; para ahorrarse el titubeo, compran lo que ven, y deja que otros decidan
lo que les conviene.